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En la naturaleza, los uniformes no existen.
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Cuaderno de viaje

  • +
  • abr
    27

    En la naturaleza, los uniformes no existen.

    Es evidente, en este contexto de incertidumbre psicológica, que la vacuna obligatoria está esperando a la vuelta de la esquina y que las calles son el territorio exclusivo de quienes visten uniformes

    Es evidente, en este contexto de incertidumbre psicológica, que la vacuna obligatoria está esperando a la vuelta de la esquina y que las calles son el territorio exclusivo de quienes visten uniformes. Estas personas son las únicas que conservan la libre circulación para garantizar que las calles permanezcan desiertas, que nos contraigamos al territorio del hogar para, de esa forma, dejar de actuar como el portador que contagia o como el receptor que se infecta, que devendrá un nuevo portador. Ciudades ocupadas por seres uniformados que hasta hace poco eran vecinos de barrio, seres cercanos y afables y que con el decreto del estado de alarma se han vuelto un símbolo, un concepto ajeno, en definitiva, los otros. Hacen valer el impedir la libre circulación, son el instrumento del poder, entonces la percepción los coloca en el lugar de lo ajeno, aquello que no somos nosotros, ni nos pertenecen ni les pertenecemos. El uniforme tiene el poder de aislar, agrupar y diferenciar y de asignar unas característica muy específicas. En mi infancia fui una niña de uniforme, el colegio de monjas tenía como requisito diferenciador el uniforme. Debajo de un pichi gris llevábamos una sobria camisa blanca y, encima, una espartana rebeca marrón. Los calcetines marrones y altos. Por suerte el pichi tenía en el peto una pieza superpuesta con 4 botones decorativos que actuaba como un compartimento secreto donde podías meter las manos para calentarlas o guardar algo delgado y fino. Por lo demás, cualquier prenda de superposición para mayor abrigo tenía que ser marrón, siempre con el fin de pasar desapercibidas, de no brillar ni ser vistas, niñas eclipsadas por el tedioso marrón. Las monjas elogiaban el uniforme y las ventajas prácticas para las madres al no tener que lavar tanta ropa. Sin embargo, a mi me aplastaba el no poder elegir cada día las prendas y los colores con los que hubiera querido vestirme. El uniforme era como una pátina de negación, de ocultación, de adocenamiento al distinguido rebaño religioso que constituíamos. Cuando acabó el colegio, desprenderme del uniforme fue como colgar la toalla y , por fin, no ir camuflada por la vida y hacer uso del color y la alegría al vestirme. Ahora, con nuestras fuerzas de seguridad desplegadas por la urbe se produce el efecto contrario, los uniformes vuelven rutilantes a quienes los visten, brillan vistos desde los balcones o en la cercanía, encarnan la multa del infractor, la voluntad del poder, y el dique de contención a la libre circulación. Más allá del sentido común que nos hace replegarnos voluntariamente para evitar el contagio, ellos activan, al ser los únicos moradores de las calles, el miedo arquetípico al vernos enjaulas en nuestras propias casas

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    sep
    16

    Qué son vinos naturales?

    Estos días hemos tenido como huéspedes a una pareja entrañable que elaboran vinos naturales, Angels y Joan. Juntos crearon Cal Tiques.

    La noche de su llegada disfrutaron durante la cena en la terraza de una de sus creaciones que forma parte de nuestra carta. Decían que deleitarse con sus vinos frente a estas montañas, en la quietud de este paisaje, les apetecía mucho. Con el paso de los días fueron revelando las vicisitudes y delicadezas que rondan la elaboración de estos vinos.Detrás del bienamado contenido de esas botellas hay todo un ritual de vida  que comienza con la forma en que tratan la tierra y las viñas. No hay regadío ni aditivos para las vides y si surge algún desequilibrio lo afrontan de la mano de la biodinámica, las visiones analógicas de Rudolf steiner, buscando volver a interrelacionar los elementos y los reinos sin invadirlos ni adulterarlos. Ellos elaboran vinos pero más bien son observadores que interventores de una alquimia que se origina en la tierra y bajo el influjo de la vasta meteorología y del paragüas de radiaciones cósmicas que envuelven la tierra. El momento en que se decide cosechar no lo dictamina el calendario, sino la experiencia humana, cuando al probar el fruto éste brinda una información óptima al paladar, la piel se separa fácilmente de la pulpa y la semilla, al masticarla, no ofrece amargor a las papilas. Se cosecha, entonces, a mano, las múltiples manos de los cosechadores seleccionan los frutos que se prensarán en las cubas, al tiempo de la acción le sigue la belleza de un silencio que es un tiempo de espera. Ahora son los microorganismos, las levaduras adheridas a la piel cerosa de los granos quienes desde el interior inician los procesos de fermentación, mientras, los bodegueros se acercan a las cubas, las escuchan, las acarician… a la espera de ese fragor secreto que iniciarán miles y miles de levaduras consumiendo los azúcares de la uva. Cuando las levaduras acaban su labor entran en juego las bacterias. Cada uno de esos racimos porta consigo microorganismos que fermentarán porque el medio es propicio para que esa explosión de vida acontezca en el interior de una cuba de arcilla. Ellos no incorporan nada, ni un pie de cuba, es decir un sustrato de fermentación ni tampoco azúcares añadidos. No aceleran el proceso, lo acompañan, se maravillan de ver cómo la propia naturaleza transmuta haciendo de la uva un líquido celestial que al ser degustado incorpora en nuestras bocas un microcosmos de sensaciones, desde la presencia de la tierra, el frescor de la fruta, el calor del sol que le permitió crecer y la riqueza mineral de la tierra que la nutrió. 
    Por: Isabel Garcia


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